domingo, 21 de marzo de 2010

LAS UVAS DE ESCOL

LAS UVAS DE ESCOL


(Léase Números 13)
El gran principio de la vida divina es la fe —una fe sencilla, enérgica y sincera—, una fe que simplemente se apropia y goza de todo lo que Dios ha dado; una fe que pone al alma en posesión de las realidades eternas y la mantiene allí de una manera habitual. Esto es cierto en cuanto al pueblo de Dios en todas las épocas; la divisa divina es siempre: “Conforme a vuestra fe os sea hecho” (Mateo 9:29). No hay ningún límite. La fe se puede apoderar de todo lo que Dios revela; y todo lo que la fe puede asir, el alma lo puede disfrutar de forma permanente.
Bueno es tener esto presente. Todos nosotros vivimos muy pero muy por debajo del nivel de nuestros privilegios. Muchos de nosotros estamos satisfechos con movernos a gran distancia del bendito Centro de todos nuestros gozos. Estamos simplemente contentos con conocer la salvación, cuando no gustamos sino poco de la santa comunión con la persona del Salvador. Meramente nos conformamos con saber que existe una relación, sin cultivar, con ahínco y celo, los afectos que pertenecen a la misma. Ésta es la causa de gran parte de nuestra frialdad y esterilidad. Así como en el sistema solar cuanto más lejos del sol se halla un planeta, más frío es su clima y más lento su movimiento, así también, en el «sistema espiritual», cuanto más uno se aleje de Cristo más frío será el estado de su corazón respecto a Él y más lento su movimiento en torno a Él. En cambio, el fervor y la presteza serán siempre el resultado de una sentida cercanía a ese Sol central, a esa gran Fuente de calor y luz.
Cuanto más penetremos en el poder del amor de Cristo y más realicemos su permanente presencia con nosotros, más intolerable sentiremos que es estar un minuto lejos de él. Todo aquello que tienda a alejar nuestros corazones de él o que se interponga entre él y nuestra alma, ocultando la luz de su bendita faz, será temido y evitado. El corazón que haya aprendido de veras algo del amor de Cristo, no puede vivir sin Él; es más, puede desprenderse de todo por este amor. Cuando está lejos de él, nada siente excepto la tenebrosidad de la medianoche y la helada brisa del invierno. Pero, en su presencia, el alma puede remontarse hacia arriba como la alondra que se eleva por el azul y brillante cielo para saludar, con su alegre canto, a los rayos del sol que asoman por la mañana.
No hay nada que ponga más de manifiesto la tan profundamente arraigada incredulidad de nuestro corazones que el hecho de que seamos tan pocos los que pensamos alguna vez en aspirar a ir más allá del simple alfabeto, cuando nuestro Dios querría tenernos gozando la comunión con las más elevadas verdades. Nuestros corazones no suspiran —como deberían— por los más altos senderos de la erudición espiritual. Nos conformamos con tener asentados los cimientos, y no nos preocupamos —como deberíamos— por añadir todo lo atinente al edificio espiritual. Claro está que no podemos prescindir del alfabeto o fundamento; ello sería, evidentemente, imposible. El erudito más avanzado tiene que llevar consigo el alfabeto, y cuanto más alto se construya el edificio, más se hará sentir la necesidad de un fundamento sólido.
Pero consideremos al pueblo de Israel. Su historia está llena de ricas instrucciones para nosotros. “Están escritas para amonestarnos a nosotros” (1.ª Corintios 10:11). Debemos contemplar a los israelitas en tres posiciones diferentes, a saber:

— resguardados por la sangre,
— triunfantes sobre Amalec, e
— introducidos en la tierra de Canaán.

Ahora bien; está claro que un israelita en la tierra de Canaán no había perdido en absoluto el valor de los dos primeros puntos. No se hallaba menos eximido de juicio ni menos liberado de la espada de Amalec porque estuviera en la tierra de Canaán. De ninguna manera; la leche y la miel, las uvas y las granadas de esa hermosa tierra no podrían hacer otra cosa que acrecentar el valor de esa preciosa sangre que los había preservado de la espada del heridor, y aportar la prueba más indubitable de haber escapado de las crueles garras de Amalec.
Sin embargo, nadie se atrevería a decir que un israelita no debía haber buscado nada más allá de la sangre rociada en el dintel. Claro está que él debía haber fijado su mirada en las colinas cubiertas de viñas de la tierra prometida, y haber dicho: «Ahí yace la heredad que me ha sido destinada y, por la gracia del Dios de Abraham, no estaré satisfecho ni tranquilo hasta que plante triunfalmente mi pie sobre ella». El dintel ensangrentado era el punto de partida; la tierra prometida, la meta. Era el alto privilegio de Israel no sólo tener la seguridad de la plena liberación de la mano de Faraón y de la espada de Amalec, sino también cruzar el Jordán y arrancar las dulcísimas uvas de Escol. Era un pecado y una vergüenza que, teniendo ante sí los frondosos racimos de Escol, ellos pudiesen alguna vez desear “los puerros, las cebollas y los ajos” de Egipto.
Pero ¿a qué se debió esto? ¿Qué fue lo que los detuvo? Precisamente aquello tan aborrecible que día a día y momento a momento nos priva del precioso privilegio de subir los más altos escalones de la vida divina. Y ¿de qué se trata? ¡De la INCREDULIDAD! “Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad” (Hebreos 3:19). Esto fue lo que hizo que Israel anduviera errante por el desierto durante cuarenta tediosos años. En lugar de mirar el poder de Jehová para hacerlos entrar en la tierra, miraron el poder del enemigo para impedir que entraran en ella. Así fue cómo fracasaron. En vano los espías —a quienes ellos mismos propusieron que fueran enviados (Deuteronomio 1:22)(*)— dieron un muy atractivo informe del carácter de la tierra. En vano pusieron ante los ojos de la congregación un racimo de las uvas de Escol, tan voluminoso que tuvo que ser traído por dos hombres en un palo. Todo fue inútil. El espíritu de incredulidad se había apoderado de sus corazones. Una cosa era admirar las uvas de Escol cuando fueron traídas hasta la entrada de sus tiendas por la energía de otros, y otra muy distinta era ir uno mismo, con la energía de la fe personal, a arrancar esas uvas.
Y, si doce hombres pudieron llegar hasta Escol, ¿por qué no seiscientos mil? ¿Acaso la misma mano que protegió a los primeros no podía proteger del mismo modo a los últimos? La fe dice: «Sí», pero la incredulidad evade la responsabilidad y se acobarda ante las dificultades. El pueblo no estaba más deseoso por seguir avanzando después del retorno de los espías que antes de que ellos fuesen enviados. Se hallaba en un estado de incredulidad, tanto al principio como al final. Y ¿cuál fue el resultado de ello? ¿Por qué de seiscientos mil hombres que salieron de Egipto sólo dos tuvieron la energía suficiente para plantar sus pies en la tierra de Canaán? Esto nos relata algo; profiere una voz que resuena con fuerza; nos enseña una lección. ¡Ojalá que tengamos oídos para oír y corazones para entender!
Algunos tal vez puedan argüir que todavía no había llegado el tiempo para que Israel entrara en la tierra de Canaán, porque “aún no había llegado a su colmo la maldad del Amorreo” (Génesis 15:16). Esto se trata sólo de un lado del asunto, cuando debemos considerar los dos lados. El apóstol declara expresamente que Israel no pudo “entrar a causa de incredulidad” (Hebreos 3:19). No aduce como razón “la maldad del Amorreo” ni ningún secreto consejo de Dios respecto a él. Simplemente da como razón la incredulidad del pueblo. Los israelitas, de haberlo querido, podrían haber entrado en la tierra. Nada puede ser más injustificado que hacer uso de los inescrutables consejos y decretos de Dios con el objeto de arrojar por la borda la solemne responsabilidad del hombre. ¿Debemos resignarnos a abandonar la culpable desidia de la incredulidad como causa del fracaso del pueblo debido a eternos decretos de Dios acerca de los cuales no sabemos nada? Afirmar tal cosa sólo puede ser tildado de «extravagancia monstruosa»; es el indefectible resultado de forzar una verdad hasta el punto de interferir el espectro de acción de otra verdad igualmente importante. Debemos dar a cada verdad el lugar que le corresponde. Somos muy propensos a irnos a los extremos, a desarrollar una verdad aislada sin dejar que otra, igualmente importante, siquiera eche raíces. Sabemos que, a menos que Dios bendiga la labor del labrador, no habrá cosecha en el tiempo de la siega. Ahora bien; ¿acaso esto exime el diligente uso del arado y de la trilla? Por cierto que no, pues el Dios que ha designado la cosecha como el fin, es el mismo que estableció la paciente labor como el medio.
Lo mismo sucede en el mundo espiritual. El fin establecido por Dios nunca debe separarse del medio designado por él. Si Israel hubiera confiado en Dios y hubiese subido a la tierra, la congregación entera se habría deleitado con los exuberantes racimos de Escol. Pero no lo hizo. Las uvas se veían, sin duda, deleitosas; esto era evidente para todos. Los espías se vieron constreñidos a admitir que la tierra fluía leche y miel. Sin embargo, no faltó un «pero». ¿Por qué? Porque no confiaban en Dios. Él ya había declarado a Moisés el carácter de la tierra, y su testimonio debió haber sido ampliamente suficiente. Había dicho, del modo más absoluto: “He descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel...” (Éxodo 3:8). ¿Esto no debió ser suficiente? ¿La descripción de Jehová no era mucho más confiable que la del hombre? Sí, para la fe, pero no para la incredulidad. Esta última nunca se siente satisfecha con el testimonio de Dios, sino que debe tener el testimonio de los sentidos naturales. Dios había dicho que era una tierra que “fluye leche y miel”. Los espías lo reconocieron. Pero luego prestaron oídos al «aditivo humano»: “Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas; y también vimos allí a los hijos de Anac... También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos” (Números 13:28, 33).
Y así fue cómo obraron. Ellos “vieron” solamente las amenazadoras murallas y los gigantes altos como torres. No vieron a Jehová, porque miraron con los ojos de los sentidos y no con los ojos de la fe. Dios quedaba excluido. Él jamás es tenido en cuenta en los cálculos de la incredulidad. Ésta podrá ver murallas y gigantes, pero no puede ver a Dios. Es la fe solamente la que puede sostenerle a uno “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Los espías podían declarar lo que ellos eran según su propio parecer y el de los gigantes, pero no se dice una sola palabra acerca de lo que ellos eran según el parecer de Dios. Nunca pensaron en él. La tierra era todo lo que uno podía desear, pero las dificultades eran demasiado grandes para ellos, y no tuvieron fe para confiar en Dios. La misión de los espías resultó fallida. Los israelitas “aborrecieron la tierra deseada” (Salmo 106:24), y “en sus corazones se volvieron a Egipto” (Hechos 7:39).
Esto lo resume todo. La incredulidad impidió que Israel arrancara las uvas de Escol, y lo envió de vuelta a errar por el desierto durante cuarenta años; y estas cosas “están escritas para amonestarnos a nosotros”. ¡Ojalá que podamos sopesar la lección con solemnidad y oración! De seiscientos mil hombres que salieron de Egipto ¡solamente dos plantaron sus pies en los fecundos collados de Palestina! Aquéllos cruzaron el mar Rojo, triunfaron sobre Amalec, pero se acorbardaron y retrocedieron ante “los hijos de Anac”, por más que para Jehová estos últimos no fueran superiores a los primeros.
Ahora bien; que el lector cristiano pondere todo esto. El principal objetivo de este artículo es animarle a que suba a los más altos escalones de la vida de fe, y ande por ellos con la energía de una absoluta e inquebrantable confianza en Cristo. Una vez que tenemos puesto nuestro sólido fundamento en la sangre de la cruz, nuestro privilegio no es únicamente el de obtener la victoria sobre Amalec (o sobre el pecado que mora en nosotros), sino también el de saborear el grano de la tierra de Canaán, el de arrancar las uvas de Escol y el de deleitarnos con las fuentes que destilan leche y miel. En otras palabras, entrar en las vivas y elevadas experiencias que fluyen de la habitual comunión con un Cristo resucitado, con quien estamos unidos por el poder de una vida imperecedera. Una cosa es saber que nuestros pecados fueron borrados por la sangre de Cristo, y otra es saber que Cristo ha destruido el poder del pecado que habita en nosotros. Y otra cosa aun más elevada es vivir en una inquebrantable comunión con él. No es que perdamos el sentido de las dos primeras cosas cuando vivimos por el poder de la última. Todo lo contrario. Cuanto más cerca de Cristo camine yo, más le tendré habitando por la fe en mi corazón; más valoraré todo lo que ha hecho por mí, tanto al quitar mis pecados como al subyugar por completo mi vieja naturaleza. Cuanto más alto sea el edificio, más valoraré el sólido fundamento que lo sostiene. Es un gran error suponer que aquellos que se desenvuelven en las más altas esferas de la vida espiritual pueden subestimar el título en virtud del cual son capaces de acceder a ellas. ¡Oh, no! El lenguaje de aquellos que han entrado en el más recóndito lugar del supremo santuario es: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5). Sus labios hablan del amor del corazón de Cristo y de la sangre de su cruz. Cuanto más se acercan al trono, más se embeben del valor de aquello que los colocó en tan sublime elevación. Y lo mismo en lo relativo a nosotros: cuanto más respiremos la atmósfera de la presencia divina —cuanto más pisemos, en espíritu, los atrios del santuario celestial— más alta será nuestra estima de las riquezas del amor que nos redimió. Arrancar las uvas de Escol en la Canaán celestial más profundo sentido del valor de esa preciosa sangre que nos fue por escudo ante la espada del heridor.
No seamos, pues, disuadidos de aspirar a una más elevada y entrañable consagración a Cristo por un falso temor de subestimar esas preciosas verdades que llenaron nuestros corazones de la paz celestial cuando emprendimos la marcha al principio de nuestra carrera cristiana. El enemigo utilizará todo lo que esté a su alcance a fin de impedir que el Israel espiritual plante el pie de la fe en la Canaán espiritual. Procurará mantenerlos ocupados consigo mismos y con las dificultades que se presentan en su camino hacia lo alto. Él sabe que, cuando uno ha comido realmente las uvas de Escol, ya no se trata de una cuestión de escapar de Faraón o de Amalec, y por ello pone delante de su paso las murallas y los gigantes, así como su propia insignificancia, debilidad e indignidad. Pero la respuesta es simple y contundente: ¡confianza! ¡confianza! ¡confianza! Sí, desde la sangre en el dintel en Egipto hasta las extraordinarias y exquisitas uvas de Escol, todo es simple, absoluta e indubitable confianza en Cristo. “Por la fe celebraron la pascua y la aspersión de la sangre” y “por la fe cayeron los muros de Jericó” (Hebreos 11:28, 30). Desde el lugar de partida hasta la meta, y durante todo el período intermedio, “el justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17).
Pero nunca olvidemos que esta fe implica la absoluta entrega del corazón a Cristo, asíí como la plena aceptación de Cristo por el corazón. Lector, sopesemos esto con la mayor gravedad. Cristo debe ser enteramente para el corazón y el corazón enteramente para Cristo. Separar estas cosas es ser –tal cual alguien lo ha señalado– «como un bote con un solo remo, que da vueltas y vueltas alrededor de sí, pero que no es capaz de avanzar un solo metro, siendo arrastrado únicamente por la corriente; o como un pajarillo con una ala quebrada que revolotea como remolino, cayendo a tierra una y otra vez». Esto se pierde de vista demasiado a menudo, y por ello el rumbo se torna incierto y la experiencia fluctuante. No hay progreso. Uno no puede esperar ir con Cristo de una mano y con el mundo de la otra. Nunca podremos deleitarnos con “las uvas de Escol” entretanto nuestros corazones estén anhelando “las ollas de carne” de Egipto (Éxodo 16:3).
Quiera el Señor darnos un corazón íntegro –un ojo bueno– y una mente recta. Ojalá que tengamos por único objeto de nuestras almas avanzar hacia lo alto sin dar un solo paso atrás. Tenemos todo divina y eternamente asegurado por la sangre de la cruz; prosigamos, pues, con santa energía y entereza “a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14).

(Traducción literal)

C.H.M.

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